A buen juez mejor testigo

José Zorrilla

Yace Toledo en el sueño

entre las sombras confusas.

y el Tajo a sus pies pasando

con pardas ondas lo arrulla.

 

El monótono murmullo

sonar perdido se escucha,

cual si por las hondas calles

hirviera del mar la espuma.

 

¡Qué dulce es dormir en calma

cuando a lo lejos susurran

los álamos que se mecen,

las aguas que se derrumban!

Se sueñan bellos fantasmas

que el sueño del triste endulzan,

y en tanto que sueña el triste,

no le aqueja su amargura.

 

Tan en calma y tan sombría

como la noche que enluta,

la esquina en que desemboca

una callejuela oculta,

se ve de un hombre que aguarda

la vigilante figura,

y tan a la sombra vela

que entre las sombras se ofusca.

 

Frente por frente a sus ojos

un balcón a poca altura

deja escapar por los vidrios

la luz que dentro le alumbra;

mas ni en el claro aposento,

ni en la callejuela oscura,

el silencio de la noche

rumor sospechoso turba.

 

Pasó así tan largo tiempo,

que pudiera haberse duda

de si es hombre, o solamente

mentida ilusión nocturna;

pero es hombre, y bien se ve,

porque con planta segura

ganando el centro a la calle

resuelto y audaz pregunta:

— ¿Quién va? –y a corta distancia

el igual compás se escucha

de un caballo que sacude

las sonoras herraduras.

— ¿Quién va? –repite, y cercana

otra voz menos robusta

responde:

— Un hidalgo, ¡calle!

–y el paso el bulto apresura.

— Téngase el hidalgo, –el hombre

replica, y la espada empuña.

— Ved más bien si me haréis calle

(repitieron con mesura)

que hasta hoy a nadie se tuvo

Iván de Vargas y Acuña.

— Pase el Acuña y perdone.

–dijo el mozo en faz de fuga,

pues teniéndose el embozo

sopla un silbato, y se oculta.

 

Paró el jinete a una puerta,

y con precaución difusa

salió una niña al balcón

que llama interior alumbra.

 

— ¡Mi padre! –clamó en voz baja.

Y el viejo en la cerradura

metió la llave pidiendo

a sus gentes que le acudan.

Un negro por ambas bridas

tomó la cabalgadura.

 

Cerróse detrás la puerta

y quedó la calle muda.

En esto desde el balcón,

como quien tal acostumbra,

un mancebo por las rejas

de la calle se asegura.

 

Asió el brazo al que apostado

hizo cara a Iván de Acuña,

y huyeron en el embozo,

velando la catadura.

 

II

 

Clara, apacible y serena

pasa la siguiente tarde,

y el sol tocando su ocaso

apaga su luz gigante:

se ve la imperial Toledo

dorada por los remates,

como una ciudad de grana

coronada de cristales.

 

El Tajo por entre rocas

sus anchos cimientos lame,

dibujando en las arenas

las ondas con que las bate.

 

Y la ciudad se retrata

en las ondas desiguales,

como en prenda de que el río

tan afanoso la bañe.

&

Quédase sólo un mancebo

de impetuosos ademanes,

que se pasea ocultando

entre la capa el semblante.

 

Los que pasan le contemplan

con decisión de evitarle,

y él contempla a los que pasan

como si a alguien aguardase.

 

Los tímidos aceleran

los pasos al divisarle,

cual temiendo de seguro

que les proponga un combate;

y los valientes le miran

cual si sintieran dejarle

sin que libres sus estoques,

en riña sonora dancen.

 

Una mujer también sola

se viene el llano adelante,

la luz del rostro escondida

en tocas y tafetanes.

 

Mas en lo leve del paso

y en lo flexible del talle

puede, a través de los velos,

una hermosa adivinarse.

 

Vase derecha al que aguarda

y él al encuentro le sale,

diciendo… cuanto se dicen

en las citas los amantes.

 

Mas ella, galanterías

dejando severa aparte,

así al mancebo interrumpe,

en voz decisiva y grave:

— Abreviemos de razones;

Diego Martínez, mi padre,

que un hombre ha entrado en su ausencia,

dentro mi aposento sabe;

y así, quien mancha mi honra

con la suya me la lave;

o dadme mano de esposo,

o libre de vos dejadme.

 

Miróla Diego Martínez

atentamente un instante,

y echando a un lado el embozo,

repuso113 palabras tales:

— Dentro de un mes, Inés mía,

parto a la guerra de Flandes;

al año estaré de vuelta

y contigo en los altares.

 

Honra que yo te desluzca,

con honra mía se lave,

que por honra vuelven honra

hidalgos que en honra nacen.

 

— Júralo –exclamó la niña.

— Más que mi palabra vale

no te valdrá un juramento.

— Diego, la palabra es aire.

— ¡Vive Dios que estás tenaz!

Dalo por jurado y baste.

— No me basta, que olvidar

puedes la palabra en Flandes.

— ¡Voto a Dios!, ¿qué más pretendes?

— Que a los pies de aquella imagen

lo jures como cristiano

del santo Cristo delante.

Vaciló un poco Martínez;

mas, porfiando que jurase,

llevóle Inés hacia el templo

que en medio la Vega yace.

 

Enclavado en un madero,

en duro y postrero trance,

ceñida la sien de espinas,

descolorido el semblante,

vélase allí un crucifijo

teñido de negra sangre,

a quien Toledo, devota,

acude hoy en sus azares.

 

Ante sus plantas divinas

llegaron ambos amantes,

y haciendo Inés que Martínez

los sagrados pies tocase,

preguntóle: — Diego, ¿juras

a tu vuelta desposarme?

Contestó el mozo:

— ¡Sí, juro!

Y ambos del templo se salen.

 

III

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y un año pasado había;

mas de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes partió.

 

Lloraba la bella Inés

su vuelta aguardando en vano;

oraba un mes y otro mes

del crucifijo a los pies

do puso115 el galán su mano.

 

Todas las tardes venía

después de traspuesto el sol,

y a Dios llorando pedía

la vuelta del español,

y el español no volvía.

 

Y siempre al anochecer,

sin dueña y sin escudero,

en un manto una mujer

el campo salía a ver

al alto del Miradero.

 

¡Ay del triste que consume

su existencia en esperar!

¡Ay del triste que presume

que el duelo con que él se abrume

al ausente ha de pesar!

La esperanza es de los cielos

precioso y funesto don,

pues los amantes desvelos

cambian la esperanza en celos,

que abrasan el corazón.

 

Si es cierto lo que se espera,

es un consuelo en verdad;

pero siendo una quimera,

en tan frágil realidad

quien espera desespera.

 

Así Inés desesperaba

sin acabar de esperar,

y su tez se marchitaba,

y su llanto se secaba

para volver a brotar.

 

En vano a su confesor

pidió remedio o consejo

para aliviar su dolor;

que mal se cura el amor

con las palabras de un viejo.

 

En vano a Iván acudía,

llorosa y desconsolada;

el padre no respondía,

que la lengua le tenía

su propia deshonra atada.

 

Y ambos maldicen su estrella,

callando el padre severo

y suspirando la bella,

porque nació mujer ella,

y el viejo nació altanero.

 

Dos años al fin pasaron

en esperar y gemir,

y las guerras acabaron,

y los de Flandes tornaron

a sus tierras a vivir.

 

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y el tercer año corría;

Diego a Flandes se partió,

mas de Flandes no volvía.

 

Era una tarde serena;

doraba el sol de Occidente

del Tajo la Vega amena,

y apoyada en una almena

miraba Inés la corriente.

 

Iban las tranquilas olas

las riberas azotando

bajo las murallas solas,

musgo, espigas y amapolas

ligeramente doblando.

 

Algún olmo que escondido

creció entre la yerba blanda,

sobre las aguas tendido

se reflejaba perdido

en su cristalina banda.

 

Y algún ruiseñor colgado

entre su fresca espesura

daba al aire embalsamado

su cántico regalado

desde la enramada oscura.

 

Y algún pez con cien colores,

tornasolada la escama,

saltaba a besar las flores

que exhalan gratos olores

a las puntas de una rama.

 

Y allá en el trémulo fondo

el torreón se dibuja

como el contorno redondo

del hueco sombrío y hondo

que habita nocturna bruja.

 

Así la niña lloraba

el rigor de su fortuna,

y así la tarde pasaba

y al horizonte trepaba

la consoladora luna.

 

A lo lejos, por el llano,

en confuso remolino,

vio de hombres tropel lejano

que en pardo polvo liviano

dejan envuelto el camino.

 

Bajó Inés del torreón,

y, llegando recelosa

a las puertas del Cambrón,

sintió latir, zozobrosa,

más inquieto el corazón.

 

Tan galán como altanero,

dejó ver la escasa luz

por bajo el arco primero

un hidalgo caballero

en un caballo andaluz.

 

Jubón121 negro acuchillado,

banda azul, lazo en la hombrera,

y sin pluma al diestro lado

el sombrero derribado

tocando con la gorguera.

 

Bombacho gris guarnecido,

bota de ante, espuela de oro,

hierro al cinto suspendido,

y, a una cadena prendido,

agudo cuchillo moro.

 

Vienen tras este jinete,

sobre potros jerezanos,

de lanceros hasta siete,

y en la adarga124 y coselete

diez peones castellanos.

 

Asióse a su estribo Inés,

gritando:

— ¿Diego, eres tú?

Y él, viéndola de través,

dijo:

— ¡Voto a Belcebú,

que no me acuerdo quién es!

Dio la triste un alarido

tal respuesta al escuchar,

y a poco perdió el sentido,

sin que más voz ni gemido

volviera en tierra a exhalar.

 

Frunciendo ambas dos cejas,

encomendóla a su gente

diciendo:

— ¡Malditas viejas

que a las mozas malamente

enloquecen con consejas!

 

Y aplicando el capitán

a su potro las espuelas,

el rostro a Toledo dan,

y a trote cruzando van

las oscuras callejuelas.

 

IV

 

Así por sus altos fines

dispone y permite el cielo

que puedan mudar al hombre

fortuna, poder y tiempo.

 

A Flandes partió Martínez

de soldado aventurero,

y por su suerte y hazañas

allí capitán le hicieron.

 

Según alzaba en honores,

alzábase en pensamientos,

y tanto ayudó en la guerra

con su valor y altos hechos,

que el mismo rey a su vuelta

le armó en Madrid caballero,

tomándole a su servicio

por capitán de lanceros.

 

Y otro no fue que Martínez,

quien a poco entró en Toledo,

tan orgulloso y ufano

cual salió humilde y pequeño,

ni es otro a quien se dirige,

cobrado el conocimiento,

la amorosa Inés de Vargas,

que vive por él muriendo.

 

Mas él, que, olvidando todo,

olvidó su nombre mesmo,

puesto que Diego Martínez

es el capitán don Diego,

ni se ablanda a sus caricias,

ni cura de sus lamentos;

diciendo que son locuras

de gente de poco seso;

que ni él prometió casarse

ni pensó jamás en ello.

 

¡Tanto mudan a los hombres

fortuna, poder y tiempo!

En vano porfiaba Inés

con amenazas y ruegos;

cuanto más ella importuna,

está Martínez severo.

 

Abrazada a sus rodillas,

enmarañado el cabello,

la hermosa niña lloraba

prosternada por el suelo.

 

Mas todo empeño es inútil,

porque el capitán don Diego

no ha de ser Diego Martínez,

como lo era en otro tiempo.

 

Y así, llamando a su gente,

de amor y piedad ajeno,

mandóles que a Inés llevaran

de grado o de valimiento.

 

Mas ella, antes que la asieran,

cesando un punto en su duelo,

así habló, el rostro lloroso

hacia Martínez volviendo:

— Contigo se fue mi honra,

conmigo tu juramento;

pues buenas prendas son ambas,

en buen fiel las pesaremos.

 

Y la faz descolorida

en la mantilla envolviendo,

a pasos desatentados

salióse del aposento.

 

V

 

Era entonces de Toledo

por el rey gobernador

el justiciero y valiente

don Pedro Ruiz de Alarcón.

 

Muchos años por su patria

el buen viejo peleó;

cercenado tiene un brazo,

mas entero el corazón.

 

La mesa tiene delante,

los jueces en derredor,

los corchetes a la puerta

y en la derecha el bastón.

 

Está, como presidente

del tribunal superior,

entre un dosel y una alfombra,

reclinado en un sillón,

escuchando con paciencia

la casi asmática voz

con que un tétrico escribano

solfea una apelación.

 

Los asistentes bostezan

al murmullo arrullador;

los jueces, medio dormidos,

hacen pliegues al ropón;

los escribanos repasan

sus pergaminos al sol;

los corchetes a una moza

guiñan en un corredor,

y abajo, en Zocodover,

gritan en discorde son

los que en el mercado venden

lo vendido y el valor.

 

Una mujer en tal punto,

en faz de gran aflicción,

rojos de llorar los ojos,

ronca de gemir la voz,

suelto el cabello y el manto,

tomó plaza en el salón

diciendo a gritos:

— Justicia,

jueces; justicia, señor!

 

Y a los pies se arroja, humilde,

de don Pedro de Alarcón,

en tanto que los curiosos

se agitan al derredor.

 

Alzóla cortés don Pedro

calmando la confusión

y el tumultuoso murmullo

que esta escena ocasionó,

diciendo:

— Mujer, ¿qué quieres?

— Quiero justicia, señor.

— ¿De qué?

— De una prenda hurtada.

— ¿Qué prenda?

— Mi corazón.

— ¿Tú le diste?

— Le presté.

— ¿Y no te le han vuelto?

— No.

— ¿Tienes testigos?

— Ninguno.

— ¿Y promesa?

— ¡Sí, por Dios!

Que al partirse de Toledo

un juramento empeñó.

— ¿Quién es él?

— Diego Martínez.

— ¿Noble?

— Y capitán, señor.

— Presentadme al capitán,

que cumplirá si juró.

 

Quedó en silencio la sala,

y a poco en el corredor

se oyó de botas y espuelas

el acompasado son.

 

Un portero, levantando

el tapiz, en alta voz

dijo:

— El capitán don Diego.

 

Y entró luego en el salón

Diego Martínez, los ojos

llenos de orgullo y furor.

 

— ¿Sois el capitán don Diego

–díjole don Pedro– vos?

Contestó, altivo y sereno,

Diego Martínez:

— Yo soy.

— ¿Conocéis a esa muchacha?

— Ha tres años, salvo error.

— ¿Hicisteisla juramento

de ser su marido?

— No.

— ¿Juráis no haberlo jurado?

— Sí juro.

— Pues id con Dios.

— ¡Miente! –clamó Inés, llorando

de despecho y de rubor.

— Mujer, ¡piensa lo que dices!

— Digo que miente –juró.

— ¿Tienes testigos?

— Ninguno.

— Capitán, idos con Dios,

y dispensad que, acusado,

dudara de vuestro honor.

 

Tornó Martínez la espalda

con brusca satisfacción,

e Inés, que le vio partirse,

resuelta y firme gritó:

— Llamadle, tengo un testigo.

Llamadle otra vez, señor.

Volvió el capitán don Diego,

sentóse Ruiz de Alarcón,

la multitud aquietóse

y la de Vargas siguió:

— Tengo un testigo a quien nunca

faltó verdad ni razón.

— ¿Quién?

— Un hombre que de lejos

nuestras palabras oyó,

mirándonos desde arriba.

— ¿Estaba en algún balcón?

— No, que estaba en un suplicio

donde ha tiempo que expiró.

— ¿Luego es muerto?

— No, que vive.

— Estáis loca, ¡vive Dios!

¿Quién fue?

— El Cristo de la Vega

a cuya faz perjuró.

Pusiéronse en pie los jueces

al nombre del Redentor,

escuchando con asombro

tan excelsa apelación.

 

Reinó un profundo silencio

de sorpresa y de pavor,

y Diego bajó los ojos

de vergüenza y confusión.

 

Un instante con los jueces

don Pedro en secreto habló,

y levantóse diciendo

con respetuosa voz:

— La ley es ley para todos;

tu testigo es el mejor;

mas para tales testigos

no hay más tribunal que Dios.

 

Haremos… lo que sepamos;

escribano: al caer el sol,

al Cristo que está en la Vega

tomaréis declaración.

 

V

 

Es una tarde serena,

cuya luz tornasolada

del purpurino horizonte

blandamente se derrama.

 

Plácido aroma las flores,

sus hojas plegando exhalan,

y el céfiro entre perfumes

mece las trémulas alas.

 

Brillan abajo en el valle

con suave rumor las aguas,

y las aves, en la orilla,

despidiendo al día cantan.

 

Allá por el Miradero,

por el Cambrón y Bisagra,

confuso tropel de gente

del Tajo a la Vega baja.

 

Vienen delante don Pedro

de Alarcón, Iván de Vargas,

su hija Inés, los escribanos,

los corchetes y los guardias;

y detrás, monjes, hidalgos,

mozas, chicos y canalla.

 

Otra turba de curiosos

en la Vega les aguarda,

cada cual comentariando

el caso según le cuadra.

 

Entre ellos está Martínez

en apostura bizarra,

calzadas espuelas de oro,

valona de encaje blanca.

 

Bigote a la borgoñesa,

melena desmelenada,

el sombrero guarnecido

con cuatro lazos de plata,

un pie delante del otro,

y el puño en el de la espada.

 

Los plebeyos de reojo

le miran de entre las capas:

los chicos, al uniforme,

y las mozas, a la cara.

 

Llegado el gobernador

y gente que le acompaña,

entraron todos al claustro

que iglesia y patio separa.

 

Encendieron ante el Cristo

cuatro cirios y una lámpara,

y de hinojos un momento

le rezaron en voz baja.

 

Está el Cristo de la Vega

la cruz en tierra posada,

los pies alzados del suelo

poco menos de una vara;

hacia la severa imagen

un notario se adelanta,

de modo que con el rostro

al pecho santo llegaba.

 

A un lado tiene a Martínez;

a otro lado, a Inés de Vargas;

detrás, el gobernador

con sus jueces y sus guardias.

Después de leer dos veces

la acusación entablada,

el notario a Jesucristo

así demandó en voz alta:

— Jesús, Hijo de María,

ante nos esta mañana

citado como testigo

por boca de Inés de Vargas,

¿juráis ser cierto que un día

a vuestras divinas plantas

juró a Inés Diego Martínez

por su mujer desposarla?

 

Asida a un brazo desnudo

una mano atarazada

vino a posar en los autos

la seca y hendida palma,

y allá en los aires «¡Sí juro!»,

clamó una voz más que humana.

 

Alzó la turba medrosa

la vista a la imagen santa…

Los labios tenía abiertos

y una mano desclavada.

 

Conclusión

Las vanidades del mundo

renunció allí mismo Inés,

y espantado de sí propio,

Diego Martínez también.

 

Los escribanos, temblando,

dieron de esta escena fe,

firmando como testigos

cuantos hubieron poder.

Fundóse un aniversario

y una capilla con él,

y don Pedro de Alarcón

el altar ordenó hacer,

donde hasta el tiempo que corre,

y en cada año una vez,

con la mano desclavada

el crucifijo se ve.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

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