Leyenda La Noche Toledana

Y cuenta así la Leyenda La Noche Toledana

Leyenda de Eugenio de Olavarría

Una noche toledana es, en lenguaje coloquial, una noche de perros, una noche infernal pasada en el insomnio y la inquietud, o en otras penosas condiciones; una noche que ha de dejar dolorosos recuerdos en la memoria.

El origen de esta frase no pudo ser más trágico y horrible. Se remonta al segundo siglo de la dominación de España por los musulmanes y marca una de las páginas más tristes de la historia de Toledo.

Corría el año 805 de la era cristiana. Por aquel entonces gobernaba Toledo un joven llamado Jusuf-ben- Amrú, hijo de uno de los más fieles, leales y valerosos vasallos al servicio del califa Alhakem-ben-Hixem.

Sólo éste era el mérito que el joven Jusuf tenía para haber alcanzado el honor de gobernar Toledo. De no haber sido Jusuf hijo del gran Amrú, célebre personaje tenido en gran estima por los toledanos, poco hubiera durado en el cargo, porque no escuchaba más voz que la de sus pasiones y vicios, por lo que desde el comienzo mismo de su mandato fue objeto de la ira de sus súbditos, a los que gobernaba con la mayor de las tiranías.

Solamente el recuerdo respetuoso al valiente Amrú frenaba en los toledanos el deseo plenamente justificado de dar al traste con el tirano Jusuf; porque el joven gobernador no tenía una sola cualidad que pudiese hacer tolerable el menor de sus defectos, que eran tantos como sentimientos indignos puede albergar un corazón pequeño y miserable.

Cruel hasta el exceso, buscaba cuando no lo tenía cualquier pretexto para mostrar su crueldad; violento y soberbio, con la soberbia de los que nada valen, la sonrisa del desprecio vagaba incesantemente en sus labios; a todos miraba con desprecio, encontrándose superior en poder a los más poderosos, en nobleza a los más nobles y en saber a los más sabios.

Así las cosas, una noche de aquel año 805 se hallaban reunidos gran parte de los caballeros sarracenos de la ciudad. Los principales jeques toledanos se habían dado cita en una espléndida estancia de la lujosa residencia del anciano Muley, quien se dirigía a ellos con estas palabras:

— Creedlo venerables amigos; cuando me he decidido a convocaros para exponeros la penosa situación de la ciudad y para deliberar sobre asunto de tanta gravedad, es porque a mi entender la ocasión lo merece. No perdamos de vista que los abusos y desmanes en el gobierno de la ciudad tiene aquí mayor importancia que en cualquier otro sitio…

Los cristianos son numerosos en Toledo y constituyen un peligro más que evidente, si las cosas siguen en el estado en que están; los judíos pueden ayudarlos en esta ocasión, como nos ayudaron a nosotros en los tiempos pasados. El día menos pensado, si nuestros hermanos musulmanes, disgustados por la opresión del gobernador Jusuf, retiran su lealtad al califa Alhakem, serán los de nuestra propia raza quienes den a nuestros enemigos las armas que han de clavar en nuestro pecho. Hemos de tener mucho cuidado en estas circunstancias…

Un murmullo de asentimiento acogió estas palabras del anciano jeque, que, una vez restablecido el silencio, prosiguió con acento cada vez más enérgico:

— Este es el motivo de mi llamamiento. Sabed que el día en que el torrente popular se desborde y se oponga a nuestro paso en su marcha furiosa contra el gobernador Jusuf, es preciso que nos encuentre dispuestos para resistirle y con la fuerza necesaria para encauzarle y hacerle volver las aguas a su lecho. Si, como todos tememos, vienen las alteraciones y nos resulta del todo imposible salvar del desastre al tirano gobernador, húndase, pues así lo ha querido, el indigno hijo de nuestro apreciado Amrú. Pero saquemos a salvo como se merece la sagrada autoridad de nuestro califa Alhakem, haciendo cuanto en nuestras manos esté para que la media luna siga ondeando en los pendones de esta adorada ciudad.

Todos los presentes se mostraron conformes con las palabras del anciano Muley, que prosiguió:

— Os he expuesto la situación tal como yo la veo. Ahora, pensad en ella, ayudémonos mutuamente en el consejo, poniendo cada cual las luces de su saber y experiencia, y no nos separemos sin decidir lo que hemos de hacer ante tan extrema situación.

Hubo luego una breve pausa; de inmediato, uno de los que allí estaban exclamó, dirigiéndose al anciano caballero:

— Yo también tengo vuestros mismos presentimientos, respetable Muley. Conforme con cuanto acabas de exponer, creo que no debemos separarnos sin decidir qué haremos a partir de ahora. Cada día son mayores las quejas del pueblo, y como la fiera acosada en medio de la espesura del bosque se irrita y se agita sin cesar, rugiendo desesperadamente, el día que de un salto se ponga ante su enemigo, el loco mancebo que hoy suscita su cólera temblará cobardemente sobre el asiento que tan indignamente ocupa. Y no es sólo esto; aún hay más. Jusuf es imprudente y, si no tratamos de hacerle reconocer que con los nobles no se juega como juega con el pueblo, nosotros mismos habremos de sufrir su tiranía.

Un rumor de indignación suscribió las palabras dichas y escuchadas, antes de proseguir su argumento el interviniente:

— Soy joven, casi de la misma edad de Jusuf, y me he llamado su amigo, hasta que le he retirado mi amistad a causa de sus atroces crímenes. No le juzguéis loco; es un malvado. Desconfiemos de él. Dentro de poco tendrá conocimiento de nuestra reunión y del acuerdo que tenemos; y en cuanto lo sepa, se declarará nuestro enemigo y tomará represalias. Sus espías ya le deben estar informando en este preciso instante de cuanto aquí está ocurriendo. Creo, pues, que conviene obrar con energía, pero obrar pronto…

— Mala pareja hacen la prudencia y la juventud, Said, –replicó el anciano Muley–. Nuestro deseo no es atacar al gobernador, sino defendernos de sus ataques; nuestro deseo es mover la compasión de Jusuf, para que ceda en sus tiranías; lo que perseguimos es defender al pueblo contra la tiranía de su gobernador y, al mismo tiempo, defender al gobernador contra la ira del pueblo. Nuestra misión es de paz.

Abrióse en ese instante violentamente la puerta de la estancia y apareció de improviso un esclavo que anunció a Muley y a los presentes que el gobernador y su guardia llamaban imperiosamente a las puertas, amenazando echarlas al suelo si no se le abren de inmediato.

Todos se levantaron instintivamente.

— ¿Qué os decía yo?, –exclamó fogosamente eljoven Said, llevando la mano al puño de su alfanje.

— Calma, amigos míos, mucha calma, –dijo Muley,que de inmediato ordenó al esclavo abrir las puertas al gobernador.

— No hace falta, Muley; el gobernador sabe abrir todas las puertas, –gritó dentro de la estancia Jusuf con voz furiosa–. Cierto es cuanto me habían dicho, –prosiguió sin dejar de mirar con ojos de odio a los reunidos, uno por uno–.

¡Estabais conspirando contra mí y, por lo tanto, conspirabais contra el califa!

La habitación se inundó de protestas; Muley, siempre prudente, impuso el silencio a sus amigos.

— Lo que dices, –dijo al gobernador– no lo podrás hacer creer a nadie, porque ni tú mismo lo crees. ¿Quién eres tú para juzgarnos? Te ves en la cumbre y olvidas que cuanto has conseguido no ha sido por méritos tuyos, sino por los valiosos méritos de tu padre; fueron las victorias de tu honrado padre las que te elevaron al puesto que ocupas.

— Y en este puesto me he de mantener, aunque tenga que sembrar de cuerpos de traidores las calles de esta ciudad

–replicó indignado y altivo el gobernador.

— Tú solo, por méritos propios, habrás de perder este puesto que con tanta indecencia envileces. Tu yugo pesa tanto al pueblo, que ya no puede resistir tanta humillación.

Nosotros sólo tratamos de impedir que tu indigna actitud manche el honor del califa que te confió el gobierno de tan insigne ciudad –contestó resueltamente el anciano Muley.

— ¡Miserable! –gritó Said, incapaz de contenerse por más tiempo, y fue a lanzarse sobre Jusuf, que tan cobarde como perverso retrocedió asustado y se cobijó entre sus guardias.

Adelantáronse amenazantes los guardias, cumpliendo órdenes del gobernador; los nobles caballeros echaron mano a sus alfanjes, dispuestos a defenderse. Hubo un momento de vacilación, en el transcurso del cual comenzó a oírse un inmenso vocerío en el exterior, con gritos contra el gobernador, cuya cabeza reclamaban.

Los sirvientes de Muley, desparramándose con la rapidez del rayo por las tortuosas calles de la ciudad, habían llamado gente en socorro de su señor, cuya vida creían amenazada, juntamente con la de los nobles reunidos en su casa; y el pueblo, cansado ya de sufrir las tiranías de Jusuf, había contestado con toda rapidez a su llamamiento. Toda la ciudad, armada con lo que cada cual tenía más a mano, corrió como las olas de un mar alborotado hacia la residencia de Muley. La rebelión se propagó en un instante.

Todos se habían echado a la calle al grito mil veces repetido de «¡muera el gobernador Jusuf!», dirigiéndose en masa a la casa del anciano jeque Muley, donde sabían que se hallaba el enemigo.

En el interior del domicilio de Muley la escena había cambiado por completo. A la llegada del pueblo a las puertas de la casa del jeque, los soldados del gobernador habían huido. Jusuf no pudo seguirlos en su fuga; se humillaba ahora pálido de miedo, mostrándose sumamente cobarde ante quienes con tanta arrogancia amenazaba tan sólo unos instantes antes.

— ¡Salvadme! –les decía– ¡Salvad la vida al hijo de vuestro bien amado Amrú!

— ¡Te salvaremos, no temas! –le respondió Muley–.

Tu vida es sagrada para nosotros; la confianza que en ti puso nuestro califa Alhakem te escuda. Mas no creas que te salvamos para darte una prueba de una lealtad que no mereces.

La multitud vociferaba en la calle cada vez con más fuerza, repitiendo con insistencia «¡muera el gobernador Jusuf!»

— ¡Salvadme! –repetía temeroso Jusuf.

— ¡Reprime tu miedo, cobarde! –le dijo impetuosamente Said–; acuérdate que, aunque indigno, eres hijo de Amrú. Ten siquiera el valor de disimular tu cobardía ante el pueblo que tan duramente te increpa.

En ese momento llegaron los amotinados a la misma estancia en que se encontraban los jeques reunidos. Jusuf, en un extremo de la sala, cubierto por los nobles que le hicieron una barrera con su cuerpo, apenas se atrevía a respirar.

Muley, entonces, se adelantó hacia los alborotadores y les reprochó su atrevimiento de este modo:

— ¿Qué significa esto? ¿Por qué atropelláis así mi casa?

— ¡Perdón, señor! –le respondió el que parecía encabezar a los amotinados–. Han corrido rumores extraños por la ciudad; decíase que el gobernador Jusuf venía a prenderos, que no contento con humillarnos a nosotros, parecía decidido a humillar incluso a nuestros más honrados caballeros; y el pueblo en masa se ha lanzado a la calle para impedirlo.

— Estáis engañados; el gobernador no ha venido a mi casa en son de guerra.

— Todo lo sabemos, venerable Muley, y cuanto hagas para convencernos de lo contrario será inútil. Si no hubiéramos venido enseguida ya no estaríais aquí. Pero hemos llegado a tiempo y vamos al fin a librarnos del tirano.

— ¿Qué intentáis? ¡Retiraos, volved a vuestras casas!

— Imposible; el pueblo pide la cabeza de Jusuf y la tendrá.

Fuera de la casa rugía el pueblo esperando su víctima y dando a entender bien claramente que no se retiraría de allí sin conseguir lo que pedía. Entonces, el anciano Muley meditó unos instantes, tras lo cual salió con decisión a la calle y se dirigió a los allí presentes diciéndoles:

— Hijos, ¿tenéis confianza en mí?

— ¡Sí! ¡Sí! –gritaron miles de voces.

— Pues bien, investido de vuestro poder haré justicia; y para hacerla acudiré al califa en vuestro nombre. Desde ahora el gobernador queda depuesto de su cargo. Vuestras quejas llegarán a la corte del califa, os lo prometo. Ahora, retiraos. No deis motivo a la cólera del califa Alhakem. Entusiastas aclamaciones siguieron a estas palabras y los grupos empezaron a dispersarse. Solamente permanecieron en la casa de Muley los nobles y el depuesto gobernador Jusuf, de cuyo semblante apartaban la vista con desprecio.

— Ya habéis oído lo que he prometido al pueblo, – dijo a los reunidos el anciano.

— Pero no lo cumpliréis –se atrevió a decir Jusuf, que, como todos los cobardes, se envalentonó a medida que el peligro se alejaba.

Trató Jusuf de resistirse obstinadamente a la decisión del anciano Muley, quien le increpó duramente:

— ¿Prefieres la justicia del pueblo? Si es eso lo que prefieres, le llamaremos y él te juzgará.

Jusuf entonces bajó la cabeza.

Instantes después, el destituido gobernador de Toledo era llevado a la alcazaba40, que ocupaba el mismo sitio en que hoy está el Alcázar, acompañado de Muley y sus amigos. El pueblo alumbraba el camino con teas encendidas y no se oían por todas partes más que gritos de júbilo. Este fue el primer acto del sangriento drama que dos años después había de tener tan espantoso desenlace.

Los jeques toledanos enviaron un mensajero al califa Alhakem, dándole cuenta de lo que había acaecido en la ciudad. Explicábanle con este motivo las torpezas de Jusuf y su falta absoluta de condiciones para gobernar una provincia tan dilatada y tan numerosa de población. Terminaban rogando al califa que dispusiera sobre la suerte de Jusuf, que continuaba preso en la alcazaba toledana, y le pedían humilde y respetuosamente que enviara cuanto antes a Toledo un gobernador que borrase los tristes recuerdos del tiránico gobierno de Jusuf. Gran pesar causó en el califa Alhakem las noticias de Toledo. Tantos motines, tantas rebeliones empezaban a pesar como una losa de plomo en su corazón, pues desde su subida al trono no cesaban las alteraciones en gran parte de sus tierras, sucediéndose rebeliones en Mérida, Toledo, Huesca, Pamplona…

Alhakem mandó llamar a Amrú, que con el tiempo se había convertido en consejero de su máxima confianza, quien acudió presto a su llamada.

— Mira lo que pasa en Toledo –le dijo–, mira a qué extremo ha llevado las cosas la inexperiencia del gobernador. Hijo tuyo es, pero carece de tu prudencia, le falta comprender que gobernar una ciudad como Toledo no es lucirse en un torneo.

Pálido y mudo de cólera escuchó Amrú las duras palabras del califa. Tratando de disimular su profunda ira, leyó con detenimiento el pliego en el que los nobles toledanos exponían las razones que les habían impulsado a obrar como lo habían hecho con Jusuf. Acabada la lectura del mensaje, inclinándose respetuosamente ante Alhakem, le dijo con voz sombría:

— Señor, los hechos que se os denuncian son muy graves; veo en ellos una rebelión organizada contra el único que en Toledo representa vuestra sagrada persona; y los nobles, lejos de mantenerle en su puesto, como era su deber de leales vasallos, han hecho causa común con el populacho. Permitidme, en vista de hechos tan graves, preguntaros lo que pensáis hacer.

— Tu afecto a mí, y tal vez tu cariño a tu hijo te ciegan, buen Amrú, cuando te hacen hablar de esa manera.

Yo no veo las cosas revestidas de tanta gravedad. Así, pienso trasladar a tu hijo y darle el gobierno de Tudela, y nombrar para Toledo hombre de más experiencia, que sepa gobernar con más cautela y acierto.

Mucho dolieron a Amrú las palabras del califa. Rencoroso y vengativo, ansiaba poder pedir cuentas a aquellos que habían humillado a su hijo. Y vio la seguridad de su venganza en la decisión del califa de enviar nuevo gobernador a Toledo. De este modo, postrándose a los pies de Alhakem, le dijo:

— Señor, yo que nunca hasta ahora nada os he pedido a cambio de mis leales servicios, me atrevo a solicitaros que me designéis nuevo gobernador de Toledo, para enmendar allí los errores que mi hijo Jusuf haya podido cometer.

— Gran falta me hace contar contigo a mi lado, pero comprendo lo justo de tu petición. Vete, pues; vuelve la calma a los espíritus y mantente siempre dispuesto a venir junto a mí cuando te llame.

Y así lo hizo Amrú. Convocó a sus gentes y de inmediato partió para Toledo, llena la mente de tenebrosos planes de venganza.

Cuando llegó Amrú a Toledo, después de algunos días de camino, los toledanos, avisados de su llegada, salieron a recibirle un tanto preocupados al ver que era el padre quien venía a sustituir a su hijo, al que tanto habían ofendido. Pero no tardaron en convencerse de que el nuevo gobernador venía animado de las mejores intenciones, al menos en apariencia.

Jusuf partió rápidamente a Tudela, a asumir la nueva misión que el califa le había encomendado, sin tan siquiera saludar a su padre, pues éste no lo consintió, dando así muestras de su enfado por la deshonra que para el propio Amrú había supuesto su tiránica actuación con los toledanos, de quien era tan querido.

Así pareció a la vista de toda la ciudad, pero no fue verdaderamente así como sucedió. Lo que verdaderamente ocurrió es que el nuevo gobernador se vio secretamente con su hijo, antes de que éste tomara el camino a Tudela, y muy en secreto el hijo confesó al padre los nombres de todos y cada uno de los jeques toledanos que aquella fatídica noche se hallaban reunidos en casa del anciano Muley.

Desde su llegada a Toledo, la vida de Amrú fue una vida de continuo disimulo, con lo cual consiguió su propósito de engañar a los nobles sarracenos y al pueblo mismo, apareciendo ante ellos bajo un aspecto de bondad que no era el suyo, porque el nuevo gobernador era soberbio y no podía olvidar la cruel humillación que recibiera en la persona de su hijo Jusuf.

Con el tiempo logró Amrú borrar el recuerdo del mal gobierno de su hijo, mientras los toledanos no hacían más que alabar su paternal manera de gobernarles. También los nobles apreciaban el justo proceder del nuevo gobernador, sin recelar en absoluto de sus verdaderas intenciones.

Sólo una ocasión aguardaba Amrú para llevar a cabo su venganza; y no tardó esta ocasión en presentarse. El joven príncipe Abderramán, hijo del califa Alhakem, de paso por Toledo camino de Zaragoza, se encontraba aposentado en el palacio de Galiana, en la Huerta del Rey.

Con este motivo convocó el gobernador a los nobles para hacer una visita de cortesía al príncipe Abderramán, que para tal menester se trasladaría al nuevo alcázar que por aquellas fechas había hecho construir Amrú cerca de Montichel, en el paraje donde hoy se extiende el barrio de San Cristóbal.

El gobernador había invitado a los nobles toledanos a que acudiesen a primera hora de la noche a un gran banquete con que pensaba obsequiar al hijo y heredero del califa.

Apenas las sombras de aquella noche triste comenzaron a reinar, empezó a notarse en Montichel una desusada animación. Por un lado y otro acudían en alegre tropel caballeros sarracenos envueltos en flotantes alquiceles que dejaban ver, al entreabrirse por el viento, la riqueza del traje de sus dueños. Los principales jeques acudían al encuentro con el príncipe Abderramán luciendo sus mejores galas y sus más preciadas joyas, acompañados de pajes y numerosos criados que iluminaban su recorrido con teas encendidas.

Al llegar las distintas comitivas a las puertas del nuevo alcázar, entraban los señores y retirábanse los pajes y criados, quedando la plaza del alcázar silenciosa como un sepulcro, hasta que un nuevo cortejo venía a interrumpir su silencio con el eco de las pisadas de los corceles y las alegres voces de los caballeros.

Pero, mientras la plaza estaba en calma, un hecho horrible tenía lugar en uno de los patios interiores del alcázar, donde Amrú había apostado su guardia, compuesta por hombres desalmados y tan feroces como él. Ocultos tras la sombra de las columnas, esperaban la entrada de los convidados y, apenas sus pisadas resonaban sobre las desnudas losas del pavimento, salían del escondite saltando sobre los desprevenidos caballeros, a los cuales arrastraban hasta una cueva donde los degollaban antes de que pudieran exhalar un grito.

Mucho tiempo duró la horrible carnicería. La noche avanzaba y los verdugos sentían ya cansado de matar su brazo, salpicado de negras manchas de sangre. Por fin, dejaron de llamar a la puerta del alcázar y los verdugos se retiraron.

Cuando todo quedó en silencio, Amrú pasó a la cueva adonde eran conducidas las víctimas; allí estaban los nobles toledanos, apilados en un confuso montón, sobre un inmenso charco de sangre. El gobernador abarcó con su mirada el horrible cuadro que se le presentaba a la vista alumbrado por una tea, mientras murmuraba, saboreando el triunfo de su venganza:

— ¡Todos! Ni uno solo ha faltado a la cita, como buenos vasallos. Todos ellos contrajeron conmigo una deuda y han venido a pagarla. Hijo mío, Jusuf, ya puedes estar contento, porque gracias a mí ya estás vengado. Y, transcurridos unos instantes, regresó a sus aposentos por una escalera secreta.

Al día siguiente, y así que los primeros rayos de la aurora iluminaron a Toledo, el pueblo en masa, apiñándose ante el alcázar de Amrú, dejaba escapar horrorizado agrias y sentidas maldiciones. Clavadas en las altas almenas se veían, lívidas y espantosas, con los ojos vidriosos y la vista empañada por el velo de la muerte, las cabezas de los principales caballeros toledanos, entre las que destacaba de modo singular, como si su culpa hubiera sido mayor, la del venerable Muley y la del joven Said.

En la actualidad no queda ni rastro de aquel suntuoso alcázar del gobernador Amrú; sin embargo, perdura intacta en la memoria de Toledo la triste historia de aquella terrible noche en que sus muros fueron mudos testigos de tan cruel venganza, de aquella noche toledana que el pueblo ha perpetuado en esta singular y atroz leyenda.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

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