El de la Mano Horadada

De Pedro de Alcocer

Cuenta Alcocer en su Historia que, reinando en los reinos de Castilla y León el rey Don Fernando, primero de este nombre, con gran deseo que tuvo que todos sus hijos fuesen reyes al tiempo de su muerte, repartió entre ellos sus reinos, dando a Don Sancho Castilla; y a Don Alfonso, León; y a Don García, el reino de Galicia.

Mas, aunque así lo dejó ordenado, y en cumplimiento de ello cada uno de ellos tomó la posesión de su reino, poco después de esta división, el rey Don Sancho, creyendo que a él, por ser el primogénito, pertenecían todos los dichos reinos de derecho, hizo tan cruel guerra al rey don Alfonso, su hermano, que a la fin le prendió en una batalla que con él hubo; y teniéndole preso, sus hermanas Doña Urraca y Doña Elvira trataron con él que renunciase el reino y se metiese monje en el monasterio de San Facundo.

Mas Nuestro Señor, que le tenía guardado para gran servicio suyo y para el bien de esta ciudad, le puso en el corazón lo que había de hacer. Y fue así que, poco después que tomó el hábito de monje, se salió del monasterio escondidamente y se vino a esta ciudad, donde supo que reinaba el rey Almamun, del cual fue muy bien recibido y tratado.

Y ambos reyes pusieron entre sí sus amistades con grandes juramentos; y el rey Don Alfonso juró de serle leal y no salir de esta ciudad sin su licencia, y de ayudarle contra todos los hombres del mundo; y el rey moro juró de tratarle bien y fielmente, y de le pagar sueldo para los suyos.

Y deseando el rey moro que el rey Don Alfonso estuviese sosegado, le hizo labrar unas frescas y apacibles moradas cerca de su palacio, porque le venía a propósito, así por estar cercano al palacio del rey, como por tener cerca de sí la iglesia de Santa María del Carmen, adonde el nombre de Nuestro Señor Jesucristo fue siempre adorado y reverenciado.

Y poco después que el rey Don Alfonso vino a esta ciudad, la infanta Doña Urraca, su hermana, le envió tres ricos hombres, llamados Don Pedro, Don Gonzalo y Don Fernando Ansúrez, para que le sirviesen, acompañasen y aconsejasen.

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Aconteció que, yendo un día ambos reyes a la Huerta que dicen del Rey a tomar el fresco, asentados en la yerba verde, comenzaron a platicar sobre la gran fortaleza de esta ciudad y la firmeza de su sitio. Y estando platicando en estas cosas y en otras de esta materia, al rey moro le vino una fuerte preocupación, que le causó gran tristeza, pensando para sí si por ventura una ciudad tan fuerte y populosa como ésta podía en algún tiempo tornar al poder de los cristianos.

Y como este pensamiento le quejase mucho, levantóse del lugar adonde estaba y, apartado a un cabo con algunos de sus más leales vasallos, comenzó a tratar con ellos éste su pensamiento.

Y el rey Don Alfonso, que vio que le dejaban solo, recostóse junto a un árbol e hizo que dormía. Y aunque los más de los que con el rey moro estaban le decían que fuese tranquilo de tal pensamiento, pues tan fuerte ciudad no se podía perder en modo alguno; uno, más entendido que los otros, dijo que de una sola manera se podía tomar, que era quitarle los mantenimientos por siete años continuos, talándole los panes58, viñas y arboledas; en lo cual todos los otros mostraron su acuerdo, aunque reconocieron claramente que esto no se podía hacer sin gran costa y trabajo, y sólo con gran muchedumbre de gentes.

Y todas estas cosas, así como se hablaron, oyó bien el rey Don Alfonso y las conservó en su corazón. Y cesada la conversación, el rey moro le pesó de lo que allí se había hablado, creyendo que el rey Don Alfonso lo había oído; aunque él, por quitarlos de esta sospecha, se fingía dormido, haciendo todos los autos59 que para ello era menester.

Y cuentan que el rey moro, por experimentar si dormía Don Alfonso, le hizo echar plomo derretido en la mano, con que se la horadó. Pero, porque esto no se podía hacer naturalmente, ni auque se lo echara se la horadara, se ha de creer que es fábula y fingimiento de algunos que lo dijeron así. Aunque otros le llamaron de la mano horadada no por esto, sino porque era muy franco y liberal, como ahora nosotros llamamos al tal manirroto o manihoradado.

Pasadas así estas pláticas, los reyes y todos los otros se tornaron a la ciudad. Y, viniendo por el camino, se le alzó al rey Don Alfonso una vedija de los cabellos y el rey moro se la bajó con la mano; y como otra vez se le tornase a alzar, él se la tornó otra vez a bajar. Lo cual visto por los moros que con él iban, tuviéronlo por mala señal y aconsejaron al rey moro que le matase; mas Nuestro Señor, que le tenía guardado para mayor bien, no lo permitió. Y el rey moro, por asegurarse más de él, hizo que le renovase las juras que le había hecho, añadiendo más que las mismas juras se entendiesen por su hijo mayor también como por él.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

 

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