El Pozo Amargo

De Eugenio de Olavarría

Hay en Toledo una calle de cuesta empinadísima que, arrancando de la Plaza de la Ciudad, frente a las Casas Consistoriales, va a terminar a la orilla misma del Tajo.

Sombría en general y estrecha en algunas partes, hasta el extremo de poderse abarcar ambas aceras a la vez, sólo de cuando en cuando viene el sol a animarla con sus rayos vivificantes.

Hacia la mitad de la calle, y en medio de una pequeña plazoleta, hay un pozo de brocal de piedra que le da el nombre; un nombre siniestro que tiene desde hace siglos: la Bajada al Pozo Amargo.

Desde el primer día en que mis pasos me llevaron por esta parte de Toledo llamó mi atención este nombre algo fatídico; y muchas veces, desde entonces, vine a este lugar y pasé horas enteras absorto en su contemplación, sentado en el brocal a la luz melancólica del astro de la noche. Y siempre, durante las largas horas que pasaba allí, ningún ruido venía a turbar la paz de mi meditación; envuelto en las opacas sombras de la noche, siempre me conmovía un mismo pensamiento. Yo abrigaba el presentimiento de no engañarme. Allí había una historia, pero una historia triste y lúgubre; una de esas historias nunca escrita en crónicas, cuyo recuerdo aflige el corazón.

Allí había historia; la duda no era posible, pero ¿cuál? ¿Dónde encontrar la clave de aquel enigma? Muchos días transcurrieron hasta dar con la respuesta a mis interrogantes, hasta que llegó, por fin, la hora en que la casualidad, para premiar sin duda mis afanes, me proporcionó la razón que en vano había buscado tanto tiempo.

Hallábame una noche sentado en el brocal del pozo cuando vi aparecer en el extremo de una calleja inmediata una vieja que, con paso tardo, se dirigía hacia la plazuela en que yo estaba, sosteniendo con trémula mano una pequeña linterna que le impedía dar un resbalón.

Cuando llegó a sitio donde ya podía verme, alzó de pronto la cabeza y, murmurando un “¡Dios me valga!”, huyó despavorida.

No hice, al pronto, caso de aquel suceso un tanto extraordinario, capaz de picar la curiosidad de cualquiera.

Al día siguiente, y casi a la misma hora, volvió a aparecer la misma viejecita, pero ya no se asustó; por el contrario, se acercó a mí y contestó a mi saludo diciendo:

— ¡Buen susto me dio usted anoche, caballero!

— ¿Yo, señora…? –la pregunté con asombro.

— Usted mismo, sí señor. Al verle de pronto sentado en el mismo lugar en que se sentaba antes el otro, el miedo, sin duda, me hizo ver dos personas donde sólo había una, y me pareció distinguirla a ella también.

— El otro… ella… ¡No la entiendo a usted!

— ¿Cómo, no sabe usted…?

Yo moví negativamente la cabeza, y pregunté:

— ¿Quién es el otro?

— ¿Qué quién es el otro? Un señor muy buen mozo y muy guapo, pero muy pálido y muy triste, que antiguamente venía todas las noches a sentarse en el brocal de este mismo pozo. Y ella, una hermosa joven vestida como dicen que se visten las mujeres de los judíos, que siempre le estaba esperando arrodillada aquí, donde estoy yo.

— ¿Y sabe usted su historia?

— ¡Ya lo creo! En mis mocedades era muy común en Toledo y todo el mundo la sabía de memoria; pero, lo antiguo se pierde y hoy ya nadie se acuerda de ella.

— Yo, señora, tendría mucha curiosidad en saberla, y si usted quisiera…

— ¡Con mucho gusto, señor! Por fortuna la noche no está fría y podemos hablar aquí mismo.

Y, dejando en el suelo la linterna, se sentó a mi lado y con voz lenta y cascada, que parecía un eco de otro tiempo, me contó la leyenda que va a seguir y en la cual no me he atrevido a hacer variación alguna.

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Hubo un tiempo en España en que no era el Evangelio la única lengua religiosa que usaba el hombre para cantar las alabanzas de su Dios. Aunque en gran mayoría, los cristianos estaban en cautiverio bajo el poder de la media luna; los musulmanes, orgullosos y altivos, menospreciaban al pueblo de quien se habían hecho dueños; los judíos, raza herida por la cólera divina, crecían al lado de los conquistadores, agradecidos de la ayuda que les habían prestado el día de la conquista.

En Toledo vivían muchos judíos, y, como odiaban a los cristianos, a los que consideraban enemigos, no escatimaban esfuerzos ni desperdiciaban ocasión para menospreciarlos y ocasionarles desgracias y humillaciones.

Sin embargo, y pese a todo, no pocos ejemplos nos ofrece la historia de historias de amor entre dos seres de razas enemigas, separadas por odios de familia y por diferencias de credo y de costumbres. Abundan mucho en todas partes, y rara es la época que no guarda en sus crónicas alguna de ellas, casi siempre de funesto y desgraciado desenlace.

Pocas, sin embargo, presentan los terribles caracteres que el pequeño drama acaecido en el décimo siglo de nuestra era, en esta humilde calle toledana.

En aquel tiempo, y en este mismo sitio, que no era como lo es hoy una pequeña plazoleta, sino una magnífica mansión, con un gran jardín que ocupaba el lugar en que ahora estamos, vivía uno de los judíos más ricos de la ciudad. Sus riquezas eran tan cuantiosas que nada tenían que envidiar a las de los reyes y, mucho menos, a las de los grandes nobles cristianos.

Leví, que así se llamaba, era de carácter áspero y duro para con los que le rodeaban; era creyente hasta el fanatismo en la ley de Moisés; vivía alejado de todo el mundo, aislado en medio de una ciudad populosa; despreciaba a las gentes y había algo en su interior, superior a su propia voluntad, que le movía a vivir en la más completa soledad.

Este carácter duro, esta indomable energía, tenían sin embargo un punto débil; había un ser en la tierra que dominaba al coloso, trayéndole y llevándole a su gusto y antojo por donde su capricho y voluntad fuera. Y ese ser era puro, sencillo, delicado; era una florecilla que se hubiera marchitado al menor soplo; una luz que la ráfaga de aire más pequeña hubiera extinguido… Era su hija, hermosa niña de diez y seis abriles, que llevaba en el azul de sus ojos el azul limpio del cielo; y en la sonrisa que de sus labios de rosa brotaba, la sonrisa de los ángeles.

Raquel, que así se llamaba, merecía bien la ternura de su padre, que había hecho de ella el fin de su vida, el único anhelo de su alma. Criada sin madre, a quien perdió al nacer, y entregada desde niña a los cuidados de su anciano padre, que lo fue todo para ella, consagrado en cuerpo y alma a su cariño, no conocía más amor que el suyo; y el santo afecto que su padre la inspiraba y el respeto a sus creencias eran los únicos sentimientos de su corazón.

Un día, sin embargo, conoció que había en su alma cuerdas que, heridas por otro sentimiento, vibraban puras y armoniosas.

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Era una tarde de mayo; el sol moría en el cielo, entre las nubes rojizas del ocaso; sonaba a lo lejos, arrastrada por la brisa de la tarde, la voz del muecín, llamando a la oración a los fieles en la hora sublime del crepúsculo; vagaba el viento lleno de cadenciosas melodías, confundido entre los cantos de las aves y el eco monótono de las fuentes del jardín.

La hermosa Raquel, tras las ventanas de un esbelto ajimez, miraba distraídamente a la calle, sintiendo palpitar su pecho a impulsos de una vaga agitación. La soledad en que se hallaba y la hora melancólica del crepúsculo desplegaban en lo profundo de su ser una honda tristeza que apenas podía dominar y que hacía brotar de sus lánguidos ojos lágrimas que caían como dulce rocío sobre su corazón acongojado.

Una voz misteriosa vibraba en sus oídos, dulce y armoniosa. Raquel no sabía lo que le pasaba. Quería gritar, pero no tenía fuerzas para ello; quería apartarse de aquel ventanal, pero sentíase débil, muy débil para intentarlo…

Consciente de su desaliento, resignóse a esperar que pasase aquel arrebato de melancolía y, hundiendo entre sus dedos de alabastro su hermosa frente, dejó vagar libremente su pensamiento por los espaciosos ámbitos de la fantasía.

Transcurrió así un gran rato. La tarde siguió cayendo. De pronto, oyó en la calle ruido de pasos que, sin que pudiera explicarse el motivo, resonaron en su corazón. Separó vivamente las manos con que cubría sus ojos, enderezó su cuerpo y, movida por un incontenible impulso, aproximó su rostro a la ventana. Un caballero joven, a juzgar por la firmeza de su paso y la apostura gallarda de su cuerpo; noble, como parecía pregonarlo su aire distinguido; y hermoso, con una hermosura de que hasta aquel momento no había visto ejemplar ninguno la bella israelita, pasaba en aquel preciso instante por delante de la casa del rico judío.

Latió con violencia el pecho de la joven y una oleada de carmín encendió su pálido rostro, al sentir sobre sí la fogosa mirada del caballero, que también la había visto y parecía enviarle de sus grandes ojos negros mensajes misteriosos, que la producían vértigos y la obligaban a agachar su frente, teñida por el rubor.

Varias veces cruzó la calle el caballero; varias veces lo siguió disimuladamente la vista atenta de Raquel; varias veces también se cruzaron sus miradas ardientes, en un intercambio de secretos sentimientos que calladamente se ocultaron entre las sombras que la noche empezada a extender. Cuando ya el manto de la noche impidió a Raquel ver al apuesto caballero, la joven volvió a caer en sus meditaciones, mas sus pensamientos no eran ya los mismos que antes. Aquella noche Raquel no pudo dormir.

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Una tarde, dos meses después de esto, hallábase en su cuarto el anciano judío inclinado sobre el Talmud, en cuya lectura estaba embebido. Hacía algún tiempo que notaba en su hija algo que no sabía explicarse y que, como dardo envenenado, abría ancha herida en su corazón de padre. Su hija, la encantadora niña a la que había dedicado por entero su existencia, la hija querida de su alma, se separaba ahora de su padre y pasaba largas horas encerrada en sus habitaciones, sin motivo alguno para ello. Muchas veces había querido preguntarle la causa del círculo rojizo de sus párpados y de la palidez de sus mejillas; muchas veces se había acercado a ella para fijar la mirada en su mirada y ver los secretos más profundos de su alma; pero Raquel evitaba con cuidado estas ocasiones.

No era ya la niña alegre que siempre parecía a su lado difundir el dulce aroma de su inocencia; no le hacía ya esas caricias de niña mimosa que alegraban los días del anciano… Su carácter había cambiado totalmente. Presentía el viejo judío que su hija guardaba un secreto. Tenía, además, como el vago presentimiento de una desgracia. Se quedaba mirando largos ratos el rostro pensativo de su hija, hasta que ésta notaba la atención de que era objeto y, entonces el carmín de la vergüenza inundaba sus mejillas de terciopelo y, con vanos pretextos, corría a ocultarse en su cuarto, abandonando al anciano padre que quedaba sumido en una profunda angustia.

En vano cavilaba el anciano judío cuál sería la razón de aquellas tristezas y preocupaciones de su hija. Raquel salía muy poco a la calle; a su casa no iba nadie y puede decirse que vivía en un aislamiento casi absoluto. ¿Cuál era, pues, la causa de aquel cambio tan brusco de su carácter?

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Una tarde recibió el judío la visita de un antiguo amigo suyo, judío también, que había compartido con él desde la infancia las dulzuras de la amistad y que estimaba a Raquel como a una hija, con este afecto puro que la vejez profesa a la infancia.

— Vengo a causarte un pesar, Leví, –dijo al entrar–. Lo sé, y por ello he vacilado mucho, antes de decidirme a venir a decirte lo que te vengo a decir.

— ¿Cómo has de causarme pesar, viejo Rubén? Muy malas deben ser las noticias que me traes; aún así, bien creo que tu amistad endulzará la amargura de tan pesarosas noticias y Jehová hará el resto desde el cielo. ¿De qué se trata?

— De una nueva que si hoy no lo es puede llegar a ser una gran desgracia para ti.

— ¿Para mí?

— Para ti y para Raquel también.

— ¿Para mi hija?

— Hace tiempo que observas una gran variación en ella, ¿no es verdad?

— ¿Quién te lo ha dicho?

— Mis ojos, que han visto su turbación cuando está delante de ti; mis oídos, testigos de las forzadas palabras que te dirige, siempre pensativa, siempre preocupada. Y tú también lo has notado, Leví; tú también has querido adivinar lo que pasa en el alma de tu hija… Pero eres padre y los padres son sordos y ciegos para las faltas de sus hijos.

— No te entiendo. ¿Qué quieres decir?

— Quiero decir que yo también lo he notado, que queriendo a Raquel como a mi propia hija he buscado la causa de su preocupación y la he encontrado; y he creído deber decírtela, para que pienses lo que debes hacer en la situación en que te hallas.

— No sé por qué me turban tus palabras…

— ¿Quieres saber el nombre de la enfermedad de tu hija, viejo migo? Es cosa que encanta al oído y despierta en nosotros mismos sentimientos que creíamos apagados. Se llama amor. Tu hija está enamorada; y de ahí, su tristeza; y de ahí, su preocupación.

Un rayo que hubiera caído a los pies de Leví no le hubiera causado tanto espanto como aquellas palabras de Rubén. Pálido, con los ojos abiertos de par en par, el anciano judío era un vivo retrato del mayor de los asombros. Nada más lejos de su pensamiento que creer enamorada a su hija, a quien aún le parecía ver sentada sobre sus rodillas… Para él, su hija no podía enamorarse, ¿qué la faltaba a su lado?

Tenía las comodidades del lujo, los halagos del cariño; todo contribuía a rodear su existencia de felicidad, a colmar de tal manera sus caprichos que nunca hubiera en ella lugar para un deseo, por pequeño que fuese… Y, sin embargo, a poco de reflexionar en cuanto hacía algún tiempo pasaba en su casa, el infortunado padre tuvo que reconocer la verdad de las palabras de su amigo. Ya no cabía duda y, al convencerse de esta verdad, el anciano bajó la cabeza y sintió pasar por su cerebro jirones de sombra, como si de repente el sol se hubiera apagado y el aire hubiera dejado de dar vida a sus pulmones. Miró a su alrededor y lo encontró todo negro, todo triste… ¡Qué solo se iba a ver en el mundo sin la presencia y sin las caricias de Raquel!

Pero era padre, y su egoísmo no podía ser de larga duración. Así que, levantando resignado la cabeza, dijo con resolución:

—    Pues bien, si ese hombre a quien mi hija prefiere a su padre es verdaderamente bueno y digno, se unirán ante Dios sus voluntades, pues ya lo están sus corazones; y si Jehová mira con ojos de bondad el sacrificio que me impongo, hará que los hijos de mi hija alegren con sus juegos infantiles los días de mi vejez. Y al decir esto, dos gruesas lágrimas se desprendían de sus ojos.

Entre tanto, Rubén permanecía inalterable, como si pesase sobre su corazón la parte más dolorosa que tenía que revelar a su amigo. No sin esfuerzo, se dirigió a Leví nuevamente:

— No es esto todo, Leví. Aún te falta saber la parte más horrible del secreto, para la cual debes pedir resignación a Dios.

— No te entiendo, querido amigo; no obstante, tus palabras, como hierro candente, penetran hasta mi corazón.

¿Qué desgracias son ésas tan terribles que me anuncia tu voz? ¿Puede haber para mí nada más espantoso que verme separado de mi hija, solo para siempre, solo hasta que el ángel cariñoso de la muerte acaricie con sus alas mis fatigadas pupilas? ¿Qué me importa a mí todo lo demás?

— Es que el cielo te niega la satisfacción de sacrificarte por tu hija; es que te condena a verla eternamente desgraciada, atrayendo sobre su frente culpable el rayo de la cólera de Dios.

— ¡Cómo! ¿Tan indigno, tan miserable es el hombre a quien ama Raquel?

— Es más que indigno, más que miserable…

— ¿Quién es, entonces?

— ¡Un cristiano!

Sólo conociendo el odio ancestral175 que los judíos profesan a los cristianos será capaz el lector de comprender la impresión que las palabras de Rubén causaron en el ánimo de Leví. No existía para un judío enemigo más acérrimo, declarado e irreconciliable que un cristiano; y era un cristiano el que había abierto aquel abismo entre Raquel y su padre, un cristiano por quien Raquel sacrificaba a su padre…

Largo tiempo permaneció sumido en estas reflexiones, en silencio, mudo y sin lágrimas, respetado prudentemente por su amigo. De pronto, levantó la cabeza y, con voz dura y contenida, dijo:

— Huyó la nube de dolor dejando como huella de su paso la vergüenza en mi rostro y la indignación en mi pecho.

Tú eres mi hermano, Rubén; nada que venga de ti puede ofenderme; dime cuanto sepas de esa desventurada. No temas decirme la verdad; el Dios de nuestros padres me dará fuerzas para escucharte y me inspirará lo que debo hacer.

¡Habla!

— He aquí lo que sé. Por las noches, cuando todo está en silencio y la lámpara que arde en tu aposento ha apagado su resplandor, un cristiano salta las tapias del jardín y se oculta entre las espesas enramadas, donde se le une una mujer. Distínguense dos sombras en el jardín; y oídos que velan perciben el eco de dos voces que cambian frases de amor. Cuando la noche pasa, y poco antes que hiera el horizonte el primer rayo de la aurora, sepáranse las dos sombras, uniéndose antes en un abrazo; vuelve a saltar la tapia el desconocido galán y la dama regresa a sus habitaciones.

— ¿Es eso todo?

— No sé más.

— Gracias, Rubén. Me has hecho mucho daño, pero más vale vivir en la desgracia conociéndola, que descansar en una ciega confianza sin fundamento. Ahora, ven aquí, siéntate a mi lado y escucha mis proyectos.

&

Ya declinaba el sol cuando salió Rubén, despidiéndose afectuosamente de Leví, y la puerta de la casa se cerró tras él. La noche se aproximaba lentamente, envolviendo con sus sombras el cielo cubierto de negras nubes, sin que una sola estrella brillase en su manto.

Todo dormía, o mejor dicho, todo callaba en el jardín, como presagiando algún suceso tenebroso. El viento no se atrevía a menear las hojas de los árboles. Aquella calma daba miedo. De pronto, avanzó con precaución una sombra.

Miró a todas partes y se colocó en un extremo del jardín, cerca de un pozo que allí había, y cuyas aguas eran muy celebradas por cuantos de su excelencia habían gustado.

Aquel era el lugar en que los dos amantes tenían su cita nocturna y se juraban amor eterno en el silencio de la noche.

Detúvose la sombra y, después de meditar un instante, se retiró tras el robusto tronco de un ébano que se elevaba a gran altura, y murmuró entre dientes:

—    Desde aquí le veré entrar. Yo romperé el encanto que me roba el amor de mi Raquel y volverá a ser mío ese corazón que yo he formado en mis largas horas de soledad.

Era Leví, el viejo judío, que impulsado por el odio estaba dispuesto a perpetrar su más cruel venganza.

No pasó mucho tiempo cuando un pequeño ruido se hizo oír. Un hombre se elevó sobre la tapia y, con un vigoroso y rápido impulso, se dejó caer hacia la parte del jardín. Se irguió con prontitud, y, con paso firme y seguro, se dirigió al lugar en que estaba escondido el anciano Leví.

Cuando pasó cerca de él, salió éste de su escondite y se abalanzó sobre el mancebo, ahogando un grito de rabia.

Hubo una breve lucha en la sombra, lucha en que el agredido quería arrancarse de los brazos de hierro que tenazmente le sujetaban, mientras el agresor oprimía con todas sus fuerzas a su víctima.

A la luz de un relámpago rojizo que rasgó las tinieblas, viose brillar en el aire la hoja reluciente de un puñal, que se hundió en uno de los dos cuerpos fuertemente entrelazados; luego se oyó un ¡ay! débil, muy débil… y uno de los dos cayó pesadamente sobre el césped.

El otro cuerpo se rehizo enseguida, clavando su ansiosa mirada en el hombre tendido a sus pies. Oyóse en esto una puerta, y Leví, no queriendo exponerse a las miradas de su hija, volvió de nuevo a su escondite. La joven judía se acercaba saltando como una cervatilla, para hablar con su amante, a quien había visto desde lejos.

En aquel momento rompió la luna las nubes que se oponían a su paso, cual si quisiera alumbrar aquel cuadro desolador. Raquel llegó al lugar acostumbrado de la cita, vio a su amante tendido en el suelo, reconoció el puñal de su padre que seguía clavado en su pecho, y lo comprendió todo; y, lanzando un grito que resonó hasta en lo más profundo del pecho del rencoroso judío, cayó al suelo desmayada, abrazando el cuerpo ya sin vida de su amado.

Lanzóse sobre ella su padre, pero retrocedió asombrado, con las pupilas dilatadas por el terror… Su hija se levantó de improviso, con la vista extraviada; miró un instante el rostro desencajado de su padre y, cantando una canción triste, muy triste, cuyas notas arrancaban lágrimas, se perdió entre las sombras del jardín y volvió a sus habitaciones. ¡Se había vuelto loca!

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Desde aquel día, la existencia de la pobre niña transcurrió sin incidentes. Apenas cerraba la noche, bajaba al jardín sin que nadie fuese capaz de impedírselo, llegaba junto a este pozo y, abrazándose al brocal, lloraba sin cesar desconsoladamente, mientras llamaba con dulce voz a su amado, exhalando ayes lastimeros que partían el corazón a cuantos la escuchaban.

Una noche, como siempre, la pobre loca se inclinó sobre el brocal del pozo; absorta, creyó distinguir en el fondo, temblando en las tranquilas aguas, la imagen de su infeliz amado.

Parecióle que la llamaba, y, fuera de sí, murmurando palabras incoherentes, riendo y llorando a la vez, por un rápido movimiento que no pudieron reprimir los sirvientes que la acompañaban, se arrojó a aquel abismo donde creía ver la figura del hombre a quien tanto había amado.  Cuando lograron sacar a Raquel del pozo, estaba muerta.

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— Destruida la casa, –concluyó la viejecita, levantándose de su asiento– quedó solamente el pozo al que ya todo el mundo llamaba Amargo, porque sus aguas, a las que se había mezclado el llanto de la infeliz judía, se tornaron amargas e imposibles de beber. Tal vez, cualquier día alguien decida que este pozo estorba aquí y se ordene taponarlo; entonces se preguntarán las gentes por qué esta calle lleva el nombre que tiene; quizás sea yo la única que conozca la respuesta a tal enigma… Por eso, he querido contarle a usted la triste historia de Raquel, para que no se pierda a mi muerte el recuerdo del Pozo Amargo.

Tras esto, se alejó haciéndome un afectuoso saludo y perdiéndose lentamente entre los cercanos callejones.

Quedé solo, y llena mi imaginación con el recuerdo de cuanto había oído. Incliné la cabeza hacia el pozo, dirigí mi mirada a su oscuro fondo… La luz de la luna caía de lleno sobre él y fingía extrañas visiones sobre sus transparentes aguas. Miré y creí ver, como reflejados en un espejo, bajo la líquida superficie, a los dos amantes que se miraban sonrientes, confundiéndose en un abrazo.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

 

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