La aparición de Santa Leocadia

Francisco de Pisa

Por los tiempos del rey Recesvinto, en el noveno año de su reinado, que fue el de Nuestro Redentor de seiscientos y cincuenta y nueve, muerto San Eugenio, fue arzobispo de Toledo San Ildefonso, cuya vida y hechos me propongo escribir aquí, por la singular devoción que los toledanos somos obligados a tener a nuestro santo patrón.

Este Ildefonso fue natural de esta ciudad de Toledo, la cual se puede justamente estimar por muy dichosa en haber engendrado un tan singular obispo, capellán de la sagrada Virgen Madre de Dios y defensor de su pureza contra los herejes.

Nació en esta ciudad, cerca del año de Nuestro Salvador de seiscientos y siete, en tiempos del rey godo Witerico. Su padre se llamaba Esteban y su madre Lucía, ambos de noble sangre y muy buenos cristianos; los cuales, siendo Ildefonso niño, se lo encomendaron y entregaron al arzobispo de Toledo, que entonces era San Eugenio, para que lo criase y adoctrinase, por ser su tío, hermano de su madre.

Dando el buen discípulo cada día claras muestras de su ingenio y singular habilidad, y teniendo ya necesidad de mayor doctrina, le enviaron a San Isidoro, varón santísimo y doctísimo, arzobispo de Sevilla, para que le enseñase en su colegio y escuela, donde estuvo doce años estudiando.

Vuelto Ildefonso desde Sevilla a Toledo, deseoso de servir con más perfección a Dios, menospreciando las cosas terrenas, se fue determinado a tomar el hábito en el monasterio de Agalia, que estaba en el arrabal de Toledo, fuera de los muros.

Esteban, su padre, tomó tan ásperamente este acuerdo de su hijo que, en sabiéndolo, no dudó en irle a buscar al monasterio, con mucha furia y enojo, determinado a sacarle de él.

Sabedor el joven Ildefonso de las intenciones de su padre, corrió a ocultarse no lejos del monasterio, de suerte que su padre pasó sin verle; y llegando al monasterio, como no hallase a su hijo, teniéndole por perdido, se volvió a su casa más triste y dolorido que antes.

Entonces, saliendo de la encubierta, volvió Ildefonso al monasterio, donde pidió el hábito con gran devoción y humildad, el cual le fue dado con mucho gusto y contento del abad y todos los monjes.

Esteban, después que supo lo que pasaba, entendiendo el santo propósito de su hijo, ayudado de los buenos consuelos de Lucía, su mujer, al fin se vino a aplacar; y de su propia voluntad ofreció a Dios en sacrificio a su hijo.

Sirvió a Dios Ildefonso en este monasterio muchos años, dando de sí muy buen ejemplo; y, en breve tiempo, vino a ser abad de este mismo monasterio de Agalia. Y después de algún tiempo, por muerte del arzobispo San Eugenio, fue elegido Ildefonso por sucesor en la silla pontificia de Toledo, la cual dignidad, aunque por su humildad la rechazó cuanto pudo, al fin le fue forzoso aceptarla, casi obligado a ello por el rey Recesvinto.

Era San Ildefonso depósito de grandes y excelentes virtudes. En la elocuencia, gracia y eficacia en el decir era tan aventajado que su razonamiento era tenido más por cosa divina que humana, pareciendo no ser hombre el que hablaba, sino Dios por boca de Ildefonso. Mereció llegar a la muy alta cumbre de santidad y recibir, viviendo en carne mortal, singulares premios de la mano de Dios y privilegios nunca jamás oídos en otro alguno de los santos.

Entre los cuales premios uno muy principal y famoso fue haberle aparecido Santa Leocadia, vuelta a la vida, muchos años después que había muerto.

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Después de plantada la religión cristiana en esta ciudad por la predicación de San Eugenio, la primera santa de que se halla hecha memoria en esta ciudad es la virgen Santa Leocadia, natural de Toledo, de noble linaje y extraordinaria hermosura, la cual sufrió martirio en la décima persecución general de la Iglesia, promovida por los emperadores romanos Diocleciano y Maximiano. El año del Señor en que padeció martirio, según buena cuenta, fue el de trescientos y seis, uno más o menos.

El Espíritu Santo quiso honrar a Ildefonso, manifestándole y declarando con milagro visible y público, el lugar donde estaban las santas reliquias y cuerpo de la gloriosa Santa Leocadia, que era cosa en muchos años atrás deseada por el pueblo toledano. Porque, por la antigüedad del tiempo y las muchas mudanzas y variedades de la vida humana, se ignoraba el paradero del cuerpo de la santa virgen y mártir toledana, por haberse perdido la noticia de dónde era su sepulcro.

Así, ocurrió que, habiendo ido el bienaventurado Ildefonso, juntamente con el rey Recesvinto y todo el pueblo en procesión, a celebrar la fiesta de la Santa en la iglesia de su nombre, que es y lo era entonces en la Vega, fuera de los muros de la ciudad, llegando Ildefonso al lugar donde estaba sepultado el bendito cuerpo, habiéndose puesto de rodillas junto a él, súbitamente vio abierta la sepultura, sin que ninguno la tocase, levantada por manos de ángeles la losa con que estaba cubierta, la cual era tan grande y pesada que treinta hombres mozos de buenas fuerzas apenas la pudieran mover.

Entonces, la Santa descubrió fuera del sepulcro, sin salir de él, el velo de tela colorada con que tenía cubierto su rostro, dando demostración que le extendía con sus manos y que se iba acercando y llegando a Ildefonso.

Viendo esta maravilla, los obispos y príncipes, todo el clero y el pueblo clamaban a una voz diciendo: «Gracias a Dios en el cielo y gracias a Dios en la tierra»; sin que ninguno de los circunstantes callase.

El bienaventurado Ildefonso, extendiendo sus brazos sobre los hombros de la Santa, no quería dejar de las manos aquella celestial prenda que se le había milagrosamente ofrecido.

A esta sazón la santa virgen Leocadia dijo estas palabras: «Ildefonso, por ti vive mi Señora»; por las cuales parece que daba gracias y alababa a San Ildefonso por haber defendido la perpetua virginidad de la santísima Madre de Dios.

Y, viendo Ildefonso que la Santa comenzaba a meter poco a poco para su sepulcro el velo que al principio había descubierto, porque no se desapareciese la Santa sin dejar alguna reliquia en memoria del milagro, pedía a grandes voces que le diesen a prisa algún cuchillo o tijeras con que cortar parte de aquel velo que tenía en su mano. Mas, como era tanto el ruido de la gente, no había quien atendiese a su ruego, ni aún se daba lugar a oír lo que se pedía.

Entonces, el rey Recesvinto que estaba presente, no haciendo caso del disgusto que por aquel tiempo mostraba tener con Ildefonso, al cual miraba con rostro torcido por ocasión de haber sido reprendido de él en cosas que era culpado, levantándose de su trono y silla real, ofreció al Santo un pequeño cuchillo que consigo traía en la vaina. Y derramando lágrimas, juntas las manos y humillando la cabeza, le pedía con insistencia hubiese por bien recibir el cuchillo que le ofrecía.

Recibiendo, pues, el bienaventurado Ildefonso el cuchillo del rey, cortó del velo aquella pequeña parte que en la mano izquierda le había quedado.

Y el mismo cuchillo, junto con la reliquia, se puso en guarda y decente custodia en una caja de plata, en el Sagrario de la Santa Iglesia; el velo, por ser de quien era; y el cuchillo, por haber servido en cortar cosa santa, porque no se emplease más en usos profanos y comunes.

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Son estos dichos sucesos muy ciertos. Y por estos dichos se confirma la verdad de la aparición y resurrección de Santa Leocadia, y el no haber sido imaginaria, sino que apareció verdaderamente viva, pues lo afirma y certifica con juramento un varón de tanta autoridad y santidad como es San Ildefonso. Y esta aparición no fue hecha y ordenada con otro fin ni propósito, más que declarar a San Ildefonso en qué parte de aquella iglesia estuviese el cuerpo de Santa Leocadia, distinguiéndole de los otros cuerpos allí sepultados, para que así le fuese dada la honra y veneración debida. Lo cual por mucho tiempo había estado oculto y se ignoraba.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

 

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