El Cristo de la Cruz

De  Eugenio de Olavarría

Entre las muchas leyendas que cuenta el pueblo refiriéndose a la venerable ermita del Cristo de la Cruz, hay una que llamó poderosamente mi atención, porque más que otra cualquiera pinta el carácter de una época. Es la que voy a narrar, procurando conservar su especial sabor en cuanto sea posible.

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A mediados del sexto siglo de nuestra era, vivía en Toledo, en la plazuela de Valdecaleros, un judío cuyas constantes predicaciones contra los cristianos le habían dado una fama que él, por su parte, se esmeraba en aumentar.

Estaba solo completamente en el mundo. Huérfano desde niño, y habiendo renunciado a casarse cuando llegó a la edad de procurarse familia, su única pasión, una pasión inmensa y devoradora, era el odio hacia Cristo y los cristianos, un odio que en él creció más y más a medida que avanzó en edad.

Esta antipatía que le inspiraba el que consideraba falso Mesías, al que adoraban los cristianos, estaba plenamente justificada. Abisaín, que tal era su nombre, había estudiado la Torá con la pasión de un fanático. Con el tiempo, su fe ciega en las leyes y tradiciones judías iba creciendo al mismo ritmo que su odio por los cristianos y por su religión.

Muy particularmente sentía Abisaín una antipatía especial a las imágenes del Cristo crucificado.

De las muchas imágenes cuya vista le ponían fuera de sí, había una entre todas ellas que le atraía de un modo muy particular, una imagen hacia la cual le arrastraba una fuerza irresistible. Esta imagen era la del Cristo de la Cruz, que se veneraba con gran fe en la ermita de su nombre, al lado de la puerta Agilana (Puerta de Valmardón). Y es que aquel crucifijo era muy apreciado por los cristianos toledanos, y esto bastaba para hacerle especialmente aborrecible a su eterno enemigo Abisaín.

Y así, efecto sin duda de la misteriosa atracción que sobre Abisaín ejercía aquel lugar, siempre que salía de su casa había de pasar por delante de aquella ermita; aunque quisieran oponerse a ello, sus pies le llevaban allí con gran fuerza. Cruzaba por delante de la puerta, abierta siempre, y, en el momento de pasar dirigía al interior del templo una mirada de odio, que iba a encontrarse con la muerta mirada de la imagen.

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Corría el año 555 del nacimiento de Cristo. Hallábase cierto día Abisaín solo en su casa, leyendo la Torá, como tantas veces solía, cuando uno de sus amigos, judío como él, llamado Sacao, vino a verle con el rostro alborozado y manifestando un contento nada disimulado.

Sacao sabía del rencor que su amigo albergaba contra los seguidores de Jesús; sabía de su particular repugnancia a la imagen del Cristo de la Cruz, y quería darle cierta noticia que, estaba convencido, le haría palpitar su corazón. Unos cuantos de entre sus amigos, celosos de la devoción de los cristianos hacia aquella pequeña imagen, trataban de acabar con ella y conseguir que los cristianos perdieran su fe en aquel milagroso crucifijo. Y con este fin habían puesto en ejecución un plan infernal, del que con seguridad esperaban provechosos resultados: aprovechando la soledad en que quedaba la ermita por la noche, habían impregnado de un veneno muy activo, que producía la muerte instantánea, los pies del Crucificado, para que al día siguiente, todos los que fueran devotamente a besarlos como tenían por costumbre, murieran como fulminados por un rayo. El resultado era infalible. Los cristianos perderían su fe en una imagen donde viniendo a buscar la vida, encontraban la muerte. Al oír este relato, estremecióse de alegría Abisaín, y felicitando por tan dichosa idea a su amigo, preparóse de inmediato para salir en busca de noticias. A aquellas horas ya debía saberse en todas partes la muerte de los primeros imprudentes que se hubieran acercado a aquella cruz, para depositar un piadoso beso a los pies del Cristo.

Imaginábase con satisfacción el terror de los cristianos, su espanto, ante aquel suceso. Pero esto sólo no le contentaba del todo; necesitaba ver por sí mismo las escenas de pánico de los cristianos a la vista de sus parientes muertos a los pies de aquella odiada cruz. Así es que, en compañía de su amigo Sacao, se apresuró hacia la ermita, para deleitarse ante tan espantosa escena.

De camino a la ermita, una cosa le llamó la atención; las calles estaban desiertas, las casas cerradas, y ni una sola persona se cruzó en su camino. Ambos amigos pensaron que todo se sabía ya y que la población en masa habría acudido a la ermita, a presenciar aquel terrible castigo. A cada paso, saboreaban con deleite el placer de la venganza satisfecha.

Conforme se acercaban a la puerta de Valmardón, iban encontrándose algunas personas, pero con gran extrañeza suya todas llevaban en sus rostros señales de la más viva satisfacción, lo que para Abisaín y Sacao resultaba misterioso y sorprendente. También notaron que al pasar a su lado los cristianos les dirigían miradas de desprecio unos y de cólera otros; Sacao bajaba los ojos, no pudiendo soportarlas; Abisaín, por el contrario, las desafiaba, devolviendo desprecio por desprecio, odio por odio, orgullo por orgullo.

De repente se detuvieron; pálido y desencajado, un amigo de ambos, Leví, venía hacia ellos con las facciones descompuestas por el terror y los ojos que se le salían de sus órbitas. Al verle de este modo se aceleró en ellos la inquietud y le preguntaron extrañados:

— ¿Qué ocurre, Leví? ¿Dónde vas y por qué tiemblas? ¿Qué pasa? ¡Habla!

— ¿Qué pasa? –refunfuñó Leví en voz baja. ¡Que algún ángel rebelde protege a los cristianos con artes mágicas y vela por el nombre del falso Mesías!

— ¿Pero qué ha sucedido? –preguntó Sacao intranquilo. Nuestro plan…

— Nuestro plan, replicó Leví, se ha vuelto contra nosotros; queriendo hacer perder su fe a los creyentes, sólo hemos conseguido afirmar la de muchos incrédulos.

— ¿Cómo ha sido? –inquirió Abisaín.

— Ya sabéis que anoche, los pies del crucifijo en que todos los días ponen sus labios los cristianos al acabar su misa fueron impregnados de veneno; pues bien, yo lo he visto, oculto desde una casa inmediata; apenas los rayos del sol brillaban en el cielo, llenóse la ermita de fieles que se acercaban a adorar al falso Dios. Terminada la misa, levantóse la primera mujer y fue a besar los pies del crucifijo. Palpitó mi pecho con fuerza, y abrí los ojos cuanto pude para ser testigo de lo que allí iba a suceder; pero, con gran extrañeza mía, con admiración de todos, la imagen del crucificado separó de la cruz en que le tenía clavado el pie que la mujer quería besar, quedando éste desclavado, entre los gritos de asombro de los que cerca de la mujer estaban.

— ¿Y qué pasó, luego, Leví? –interrogó impaciente Sacao.

— Creyó la devota que su Dios estaba airado con ella, y otra mujer trató de besar el pie del crucificado; volvió a repetirse el hecho inexplicable. Y entonces, todos los que en el templo estaban se desparramaron por la ciudad gritando:

«¡milagro!» Su rabino, entonces, se acercó al crucifijo y comprobó que una mancha negra había sobre los pies descarnados del Cristo… ¡Todo el pueblo acude a la ermita para ser testigos de hecho tan extraordinario y todos, aunque sin pruebas, nos acusan a los judíos de haber sido los causantes de todo ello! Venid, alejémonos de aquí para no dar motivo a sospechas.

Y atónitos ante lo que acababan de escuchar, Abisaín y Sacao siguieron como atontados a su amigo Leví, que les condujo en dirección a la Vega, para entrar a la ciudad por la puerta del Cambrón y regresar a sus casas por aquellos sitios más apartados del centro de la ciudad.

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Aquella noche no pudo descansar Abisaín. Preocupado y triste, cuando por fin logró conciliar el sueño, le agitaron visiones horribles. Parecióle tener delante de sí el rostro amoratado de Jesús iluminado por una vaga sonrisa que le daba un aspecto singular; veía entreabrirse sus labios descoloridos, y el viento, al pasar por entre los rotos dientes de la imagen, parecía como pronunciar palabras burlonas que encendían las mejillas del rencoroso israelita.

Largo tiempo permaneció así, pero de pronto un sudor frío bañó su frente y empapó su cabello. Vio que el Cristo se desprendía del madero, bajaba al suelo, y con los brazos tendidos como los tenía en la cruz, venía lentamente hacia él; y pálido y medio loco de terror, escuchando el castañeteo de sus dientes, echó a correr para librarse de aquel abrazo. Y tras él empezó a andar la escultura, pretendiendo alcanzarle en su carrera. La distancia era cada vez más corta; sus piernas flaqueaban y se negaban ya a sostenerle… un paso más y quedaba preso en aquellos brazos aborrecidos…

Entonces, hizo un esfuerzo sobrehumano y se despertó. Todo había sido un sueño, un terrible sueño. Cuando se despertó era ya muy tarde. El sol había andado ya la mitad de su camino. La impresión de tan horrible pesadilla manteníase aún viva y vigorosa en su ánimo; todos los esfuerzos que hizo por olvidarla resultaron nulos. Durante el resto del día el recuerdo de tan repugnante sueño no dejó de acompañarle. Al atardecer, un malestar interior, cuya causa ignoraba, le oprimía su corazón.

Abandonó su casa, encaminando sus pasos hacia el río, en dirección a la Huerta del Rey, donde transcurrió gran parte de la tarde en desasosegados paseos. Emprendió luego lentamente el camino de la ciudad; pasó el puente de Alcántara, subió la cuesta que conduce al Miradero, y, sin darse cuenta de lo que hacía, dirigióse a la puerta de Valmardón. Detúvose de repente ensimismado: hallábase delante de la ermita del Cristo de la Cruz.

La pequeña ermita estaba solitaria y abierta como siempre. Una débil lámpara, pendiente del techo, alumbraba con su escaso fulgor la milagrosa imagen. La noche había cerrado completamente y la calle estaba sólo iluminada por aquel único rayo de luz que salía del templo.

Abisaín se preguntaba en vano quién le había llevado hasta allí. Inquieto, pensó en todo lo que había ocurrido el día y la noche anterior. De repente, sintió la necesidad de comprobar por sí mismo la exactitud del relato de su amigo Leví. Entró, pues, venciendo la repugnancia que sentía, y se aproximó de puntillas hasta la imagen del Crucificado. Dio un paso atrás, horrorizado al verificar lo que se había contado; era verdad, el falso Redentor colgaba de la cruz con un pie desclavado y separado del madero. Y Cristo, con sus labios descoloridos, que dibujaban una sarcástica sonrisa, parecía decirle en medio de la calma de la noche: «¡He vencido!» Abisaín, en quien enseguida la estupefacción dejó lugar al odio y al deseo de venganza, gritó en silencio:

— No; todavía no has vencido, Nazareno. Los cristianos repiten hoy tu nombre con respeto; yo haré que mañana, al verte asaeteado comprendan que aquí, como en el Calvario, nada vales, pues si tuvieras poder bastante te hubieras salvado a ti mismo.

Sacó en ese instante un dardo que oculto en su pecho llevaba, y en el de Jesús Crucificado lo hundió con saña, haciendo caer el crucifijo en el pavimento de la ermita. La lámpara que pendía del techo apagó violentamente su luz, como impulsada por una mano invisible. En aquel momento comprendió Abisaín que debía hacer desaparecer aquel crucifijo, en la idea de que si no lo hacía, sus devotos lo volverían a colocar sobre el altar con grandes ceremonias.

Buscó a tientas el Cristo asaeteado y, cuando lo halló, lo ocultó entre sus vestidos y salió sigilosamente de la ermita, después de comprobar que nadie observaba la escena.

No había nadie por las calles; ni un ser viviente se cruzó con Abisaín en su camino a la plazuela de Valdecaleros. Al llegar a la puerta de su casa volvió la vista con cuidado a un lado y otro. Nadie le había seguido. Cerró tras de sí la puerta y se encaminó al corral; sacó el Cristo que entre los pliegues de su ropaje llevaba oculto, y lo arrojó con el mayor de los desprecios en un montón de estiércol que en un rincón del corral había. Pasó luego a su habitación, sin querer encender una luz que revelase a los vecinos la hora en que había vuelto a casa, y se acostó.

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Durmiendo estaba todavía, cuando un rumor confuso de voces lejanas y débiles en un principio, fuertes y poderosas después, vino a despertarle. En aquel griterío que llegaba hasta él creyó distinguir su nombre, mezclado con el del Cristo de la Cruz. El rumor crecía, se alzaba cada vez más potente, cada vez más atronador.

¿Qué significaba aquello? Abisaín no sabía qué pensar; consideraba imposible que, si el asunto tenía que ver con lo de la noche anterior, se procediese contra él por meras sospechas; y, por otra parte, estaba seguro de que nadie le había visto.

La gente, sin embargo, estaba ya a las puertas de su casa. Llamaron insistentemente. Abisaín abrió y quedó asustado del tropel que allí había congregado. Muchos entraron en la casa; buscaban la imagen del Crucificado robada la noche anterior por la mano sacrílega del judío, que después de profanarla la había llevado a su casa. Al obrar así, aquel insensato se había delatado a sí mismo; había firmado su condena. La imagen, herida en el pecho por el dardo sacrílego del judío, había empezado a derramar sangre, y un reguero acusador se extendía desde la ermita hasta la casa de Abisaín, señalado de este modo por la justicia divina como autor de tan vil acción.

Cuando esto oyó Abisaín, pálido de terror, comprobó que sus vestimentas estaban empapadas en sangre, la sangre del Crucificado que entre ellas había ocultado la noche anterior. Entre tanto, la multitud se apoderó de Abisaín y le arrastró hasta el corral. Allí, en el mismo sitio donde la había dejado, se alzaba la imagen del Cristo de la Cruz, resplandeciente, vertiendo todavía sangre por la herida que horas antes le hiciera el dardo del judío. Toda la gente que había en la casa admiraba el suceso puesta de rodillas, celebrando con fervor el nuevo triunfo alcanzado tan visiblemente por Jesús sobre sus naturales enemigos.

Aquella misma tarde, y después de un breve juicio en que Abisaín se confesó autor de los hechos, fue públicamente apedreado, teniendo hasta su último momento delante de los ojos, como un espectro acusador, la aborrecida imagen de la Cruz, que le miraba con aire de triunfo.

Leyenda extraída del libro “Antología selecta de leyendas toledanas” por Juan Manuel Magán García

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